Nº 3

DICIEMBRE 2006-ENERO 2007

Sumario


Artículo

El sionismo:
su nueva representación entre las naciones

Diciembre 2006-Enero 2007
FRÉDÉRIC ENCEL

Doctor en Geopolítica, director de investigación en el Instituto francés de Geopolítica de la Universidad de París VIII, y profesor de la Escuela de Gestión y Comercio de París (ESG). Es conferenciante en el Instituto de Altos Estudios de defensa nacionales francés (IHEDN) y asesor sobre “Oriente Próximo” ante organismos integrados en el ministerio de defensa francés. Ha publicado varias obras entre las que destaca Géopolitique de Jérusalem (Flammarion, 1998), L’Art de la guerre par l’exemple (Flammarion, 2000) y Géopolitique du sionisme (Armand Colin, 2006).

Si el ideal sionista, nacido en la Europa central y oriental de un siglo XIX trabajado por la Ilustración y la idea de nación, encarna desde su advenimiento una verdadera revolución, es en su dimensión identitaria.

De origen y sensibilidades muy diferentes, todos los pensadores y militantes sionistas se encontraron de hecho ante una nueva percepción de sí mismos: de comunidad cultual y religiosa basada en la figura del rabino y el respeto a las prescripciones toránicas, los Judíos debieron reapropiarse de su antiguo status valorizado como pueblo y, finalmente, como nación. No hay un solo líder sionista -ya sea culturalista (Ahad Haam, que primaba lo cultural y espiritual sobre lo político), territorialista (Ahad Haam, que aceptaba provisionalmente la idea de un territorio soberano fuera de Eretz israel), religioso (Avraham Kook, que consideraba el retorno a Sión desde una lógica mesiánica), práctico (Léo Pinsker, que privilegiaba una construcción sobre la diplomacia paso a paso), socialista (Ber Borohov, que pregonaba la revolución social de signo marxista), o aglutinador simultáneo de varios de estos componentes, como Theodor Herzl- que no afirme la imperiosa necesidad para los Judíos como pueblo de (re)tomar su destino a mano, abandonar el humillante e infamante status multisecular de chivo expiatorio y víctima de antisemitismo, y volver a la dimensión ambivalente del Judaísmo soberano, a saber, la dimensión política, esto es, la de la nación, y no permanecer exclusivamente en la esfera diásporica y religiosa.

Bajo esta óptica, el sionismo representa un fenómeno nuevo, puesto que si bien millones de judíos no han cesado jamás a lo largo de dieciocho siglos de exilio forzado de rezar a Sión, ir a instalarse o hacerse inhumar allí, lo hacían al margen de una lógica política al tiempo que colectiva. Pero esta vez, se trata no sólo de instalarse (y, eventualmente, de rezar) en Eretz Israel, sino también y sobre todo de hacerlo con una postura reivindicativa, un poco a la manera de propietarios hace tiempo perjudicados que decidieran volver a comprar y repoblar el terreno acre a acre, y ello sin la mínima aparición de signos divinos o mesiánicos (al igual que Yossef Berdichevsky o Bernard Lazare, numerosos jóvenes sionistas son incluso radicalmente anticlericales) y, preferentemente, sin la tutela de otra nación. Esta verdadera revolución mental implica, para los jóvenes sionistas burlados y desheredados del imperio ruso, romper con la potente estructura social tradicional montada alrededor de la autoridad rabínica, y para los sionistas no rusos (Francia, Alemania, Inglaterra, incluso Austria-Hungría), abandonar un país emancipador e incluso liberador, como Alemania, que “liberaba” en 1915-17 regiones polonesas hasta entonces sumisas a la tiranía antisemita rusa, o como Francia, que extendía su protección hasta el norte del África musulmana.

Con un pasado histórico muy rico, un territorio bíblico de referencia y una penetración en lo político a través de la Haskala (Ilustración judía del el siglo XVIII, particularmente con Mendelssohn), el nacimiento del sionismo se alimentó de un poderoso corpus exógeno al judaísmo europeo. En contrapartida, el momento del sionismo, en esa época de gestación y aparición -de hecho, forjada entre los decenios de 1860-90-, no puede explicarse sin tener en cuenta un factor esencial endógeno al continente: la exasperación de los nacionalismos. Antes de la activación de los pogromos rusos, entre numerosos judíos se levanta un sentimiento de inquietud frente al desarrollo centrífugo de esta fuerza política e ideológica nueva; unificación de Alemania e Italia, luchas nacionalistas en el seno de los imperios austro-húngaro y otomano, emergencia del nacionalismo en Francia, etc. En Herzl, por ejemplo, el “affaire Dreyfus” y la eclosión de un chovinismo gustosamente antisemita en esa Francia venerada de la Ilustración y la Emancipación, constituirá un choque que detonará sus reflexiones y posturas ulteriores1. Si cada nación europea se replegaba en un pasado sobrevalorado, poblado de héroes mitificados surgidos de las profundidades locales, y ello detrás de fronteras “raciales” homogéneas, ¿que pasaría con los judíos? Un triunfo de la “nación racial” sobre la República liberal y el imperio ilustrado marcaría el desastre final de judaísmo; como muchos otros (Max Nordau, Vladimir Zeev Jabotinsky, etc.), pero antes que ellos y con una agudeza particular y hay que reconocer que profética, Herzl percibe rápidamente -¡en tanto Drumont todavía no ha publicado La France juive y Hitler no es sino un adolescente!- la amenaza, no ya de explosiones antisemitas localizadas y puntuales, sino de una clara exterminación. Mientras el líder antisemita Karl Leuger toma democráticamente la alcaldía de Viena en 1895, Herzl anuncia que “ello se convertirá en algo más terrible -será verdaderamente terrible”, y habla de “masacre”. Algunos meses más tarde, en una misiva dirigida al barón de Hirsch, filántropo que ayuda a instalarse a los judíos en Argentina, advierte de que “la persecución se aproxima cada vez más”, evocando esta vez una “Saint-Barthélemy” generalizada2. Este temor, auténtica angustia en varios pensadores sionistas, explicará la voluntad de algunos de entre ellos a aceptar provisionalmente refugios exóticos en detrimento de Palestina/ Eretz Israel (como la efímera proposición ugandesa de 1903), siempre que se permita a las masas judías escapar de un destino trágico sobre suelo europeo. Más adelante, el joven líder sionista marxizante y futuro alto responsable Berl Katznelson escribirá: “No es por convicción sionista por lo que he venido a Eretz Israel, sino por la vergüenza experimentada, el orgullo también y, más aún, la voluntad, de no formar parte de esa generación de judíos que ni siquiera ha tenido la fuerza de morir honorablemente”3. Por entonces, el fenómeno nacionalista no suscita sino un temor existencialista negativo, y tanto los teóricos del sionismo como los “simples” militantes de los años del desarrollo extraen también un modelo de construcción positivo: ¿por qué alemanes, franceses, húngaros o búlgaros constituirían naciones soberanas y no así los judíos? A título comparativo, un judío en un país judío (ya sea en Eretz Israel), correspondería a un francés en Francia, y no a un católico en Francia; la dimensión nacional predominaría sobre la pertenencia religiosa y/o tradicional. A ojos de los sionistas y, por supuesto, de los israelíes tras la creación del Estado-nación en 1948, el Judío lo es como nombre, con J mayúscula, como modo de pertenencia al pueblo y/o a la nación (un Francés), y no como sustantivo, con j minúscula, como modo de pertenencia a la religión (un católico). De ahí, lógicamente, la adopción por el Knesset en 1950 de la famosa Ley fundamental llamada del Retorno, que permite a cualquier Judío del mundo -como miembro del pueblo judío- convertirse automáticamente en ciudadano israelí, instalándose en el país reencontrado.

Casi un siglo y medio después de la creación del movimiento sionista, y medio siglo después de la proclamación de su fruto político, el Estado de Israel, el Estado judío aparece ante la mayoría como “normal”: ni pacifista ni belicista, ataca y se defiende, hace la guerra y la paz, mantiene y expresa valores, reivindicaciones y representaciones de un modo similar a otras naciones. Obligado a evolucionar desde su nacimiento en un entorno medio-oriental hostil e inestable, este minúsculo país, muy anciano y muy nuevo a la vez, ancla su memoria en largos tiempos “braudelianos”, y sus relaciones estratégicas y diplomáticas en grandes espacios. In fine, estas realidades geopolíticas ilustran quizá mejor que otras el retorno a lo político del pueblo judío.

1 Hombre del mundo del teatro, periodista y reportero, Herzl cubrió para un gran periódico vienés, el Neue Freie Presse, el “Affaire Dreyfus”; la degradación del capitán judío en 1894, que atestiguó, le chocará profundamente.
2 Alain Boyer, Theodore Herzl, Albin Michel, 1991, pp. 61, 67 y 75.
3 Ben Halpern & Jehuda Reinharz, Zionism and the Creation of a New Society, Oxford University Press, 1998, p.152.

Volver Arriba